Panamá no da abasto. Se siente sobrepasado por la llegada diaria de miles de migrantes en situación irregular a través de la selva del Darién, que hace de frontera natural con Colombia, en su camino hacia el norte. Las colas se eternizan, para el registro de llegada, para el transporte.
Después de haber atravesado durante varios días la selva, con sus colinas embarradas, ríos de repentinas crecidas y la amenaza de la picadura de serpientes o robos, los migrantes llegan al poblado indígena de Bajo Chiquito, donde las autoridades los registran.
La calle principal de este pueblo de unas pocas decenas de casas de madera a la orilla del río Tuquesa está colapsada por una larga fila de migrantes, que esperan durante horas bajo el sol o la lluvia, entre lodo y basura, a que la Policía fronteriza les tome los datos, requisito fundamental para seguir su trayecto.
Largas filas que reflejan la crisis
Un puñado de miembros del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) registran a los recién llegados y tratan de mantener algo de orden entre los empujones, llamadas de auxilio y denuncias de que algunos se cuelan pagando dinero a otros migrantes.
Además del registro general, se realizan biometrías a los sospechosos, ante la posibilidad de que entre los miles de migrantes de más de un centenar de nacionalidades se cuelen delincuentes o terroristas, con alertas de búsqueda internacional.
Según los datos oficiales proporcionados por Panamá, en lo que va de año han cruzado el Darién más de 385.000 personas, una cifra récord frente a los 248.000 de todo 2022, el mayor registro que se tenía hasta la fecha. Además, si continúa la tendencia, las autoridades panameñas ya pronostican que se alcanzarán las 500.000.
El comisionado Serrano afirma que el problema se acentúa cuando el migrante no tiene suficiente dinero para continuar su trayecto hacia el norte, lo que hace que quizá 1.000 que no pueden continuar se sumen a las 3.000 nuevas llegadas, desbordando el sistema.
“Por ahora lo hemos manejado al nivel límite, pero límite, porque hasta para la comida a veces duele (…) que hay que darle a la mujer y a los niños, todos vienen con hambre, vienen sin dinero porque les robaron, y a veces hay 4.000 comidas y 4.000 comidas no alcanzan”, detalla.
Robos en la selva de Panamá
La venezolana Irma Navas acaba de llegar a Bajo Chiquito. Está desesperada: “A los tres nos robaron. Bueno, los tres que venimos, porque hubo un centenar de gente que robaron”. Fue cerca del río, donde estaban unos cinco hombres armados con machetes y escopetas.
A ella le quitaron 700 dólares, y asegura que en su grupo se debieron de llevar 15.000, 20.000 dólares. El comisionado Serrano explica que muchos de esos delincuentes son gente de la zona, indígenas que conocen el lugar y que han optado por el crimen. Cuando los capturan, llevan decenas de celulares y grandes sumas de dinero.
Y sin dinero todo se complica. Bajo Chiquito está dedicado por completo al negocio de la migración, donde cobran por instalar tu tienda en un patio, comer, la bebida, recargar un celular. También por el traslado en canoa a Lajas Blancas, uno de los centros de recepción migratoria de las autoridades panameñas.
Conocido por los migrantes como “la ONU”, en Lajas Blancas varias organizaciones humanitarias colaboran con Panamá para dar apoyo gratuito a los migrantes, pero están desbordadas. Allí se encuentran agencias de Naciones Unidas como la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) o Unicef, también la Cruz Roja Panameña.
En lo que va de año, Cruz Roja ha atendido en sus puestos sanitarios en Lajas Blancas a unos 31.000 migrantes, 55.000 en los tres centros de recepción del país, pacientes que llegan sobre todo con problemas estomacales, diarrea, heridas en las extremidades.
Todos pagan para avanzar
Un grupo de madres con niños semidesnudos en Lajas Blancas están indignadas. Quieren hacerse oír, que se conozca su problema.
Desean continuar la ruta hacia el norte, hacia la frontera con Costa Rica, pero no tienen suficiente dinero para comprar los pasajes de los autobuses que coordina Panamá, y más cuando los niños pagan lo mismo que un adulto: 40 dólares por persona, porque según las autoridades eso incluye un seguro en caso de accidente.
La venezolana Joelni Carolina viaja con sus tres hijos de 14, 9 y 6 años. Les robaron en la selva y lleva ocho días esperando a poder reunir el dinero suficiente para continuar el viaje. Sus familiares en Venezuela, sin recursos, están tratando de enviar un mínimo de 300 dólares que exigen las casas de envío, con un 20 % de comisión.
“Nada, que tenemos que tener plata, porque sinceramente nadie nos mandó traernos a los niños para acá, pero esos son los hijos de uno y bueno, está bien, fue error de uno, pero ya están acá, no podemos esperar que se nos mueran”, dice a EFE Carolina, que nunca se imaginó tantos obstáculos en la ruta, su dureza extrema.