POR CARLOS SALCEDO
Cuando apenas salía del horno, sería, más o menos, en 1995, leí una obra que me dejó fascinado, La democracia en la encrucijada, del constitucionalista español Gurutz Jáuregui. La expansión y consolidación de los sistemas democráticos en numerosas partes del mundo (Europa central y del este, antigua Unión Soviética y América Latina), permitía afirmar que la democracia empezaba a ser asumida, al menos formalmente, como un concepto o una idea de validez universal, afirmaba el autor.
Pero, a la vez, decía el jurista vasco (sin entrar en el análisis de los populismos pseudodemocráticos venezolanos, ecuatorianos y nicaraguenses, entre otros), era palpable un preocupante y acelerado proceso de degradación en el funcionamiento de la mayor parte de los sistemas democráticos ya consolidados, lo que conlleva como efecto una pérdida de confianza en las virtudes y ventajas de la democracia. Destacaba el prenombrado profesor de derecho constitucional que se da así una formidable paradoja entre la aparente fortaleza exterior de la democracia y la languidez y debilidad interna de la mayor parte de los sistemas democráticos.
Parafraseando al mismo escritor, la causa principal de dicha atonía, que está provocando un peligroso determinismo fatalista (se acepta la democracia no por sus virtudes intrínsecas sino por los defectos de los otros sistemas, esto es, que no se vive la democracia, sino que se sufre) obedece a que los actuales sistemas democráticos han renunciado a la búsqueda de la utopía democrática, es decir la democracia perfecta con la que sueña Robert Dahl.
Y es que la democracia no es un simple método, un mero procedimiento de resolución de disputas, sino una realidad viva y dinámica resultante de la tensión dialéctica entre sus hechos y sus valores.
Un valor esencial de la democracia es el diálogo permanente con el mandante, el que tiene el mando, que es el soberano, pues la democracia no se reduce al momento estelar de las elecciones y cada vez más se reclama la mayor participación popular en todo el proceso democrático.
Creo que el presidente Abinader ha dado demostraciones de su compromiso con dicho principio y otros, como con el mayor fortalecimiento institucional. Lo ha dejado ver con la reforma constitucional y con su aliento y decisión de fortalecer la independencia del Ministerio Público y de no dejar dudas de su responsabilidad con la alternabilidad en el poder o, lo que es lo mismo, de no buscar eternizarse en el poder.
Pero, ¿qué pasó con el consenso anunciado con la sociedad, para emprender una reforma fiscal (tributaria, también sin dudas) de tanto calado como la que presentó a los legisladores? No se produjo y la reacción ciudadana no se hizo esperar. El propio presidente Abinader, cuando anunció el pasado fin de semana el retiro del Congreso Nacional del proyecto de modernización fiscal, adujo que lo hacía porque no recibió «el apoyo ciudadano”.
¿Pudo evitarse la oposición del pueblo a tan importante proyecto de reforma? Lo que ordena la Ley de Estrategia Nacional de Desarrollo 2030, núm. 1-12, es que debe producirse, junto con el pacto educativo (ya realizado) y el eléctrico (pendiente aún, a pesar del desagüe de recursos estatales para el subsidio del sector), el pacto fiscal, que tantos tropiezos ha tenido y no se podido implantar, por falta de los consensos necesarios.
¿Bastaban las explicaciones de los funcionarios que indicaban que la reforma no sería tributaria, es decir que no sería de subida o bajada de impuestos, sino fiscal, en cuyo caso se habla del gasto público, para lograr la sostenibilidad del crecimiento económico en el largo plazo y garantizar el bienestar social y con ello alcanzar los niveles de desarrollo económico y social que requiere el país?
Alcances y contenidos
Claro que era necesario dar a conocer los alcances de la reforma, como parte de la estrategia. Sin embargo, no era suficiente. Había que dar a conocer sus contenidos y, más aún, consensuarla con todos los sectores de interés y la población en general. Llama la atención que, en el primer trimestre del año, el propio presidente llamó a realizar el pacto fiscal, con lo que estaba claro que tenía la intención de conciliar con la sociedad.
¿Qué pasó, entonces? Por no generarse los acuerdos previos al envío del proyecto al congreso, algunos hablan de teorías de la conspiración, de supuestas bolas de humo, de piromanías políticas del presidente, a las que sumaron, según esa opinión, las deportaciones masivas y hasta la reforma laboral (aún pendiente) para poder pasar la reforma constitucional.
Creo que el presidente está consciente de su compromiso con el desarrollo nacional y para ello es imprescindible la reforma fiscal y, además, mandatoria legalmente, por lo que dado su juramento de hacerla cumplir, deberá hacerla posible, contando con la opinión de todos. Lo cierto es que faltaron la difusión, el conocimiento, la concientización y el consentimiento de los diversos sectores del país.
Asimismo, no hay posibilidad de apoyo mayoritario a la reforma fiscal sin demostraciones obvias de una gestión de cobro y recaudación eficientes, no solo pasiva, sino activa por parte de las autoridades, para disminuir significativamente la altísima evasión fiscal y para lograr el pago de los tributos existentes, la eliminación de las exenciones en las que la población esté de acuerdo y la eficiencia en el uso de los recursos del gobierno por parte de todas las dependencias estatales.
Pero, unido a una realidad, ya que a nadie le gusta pagar impuestos -por eso se imponen-, muchos evaden o eluden y otros entienden que las exenciones deben ser eternas aunque no se justifiquen, el mayor de los problemas para el colapso de la pretendida reforma fiscal, fue la falta de cumplimiento de un deber político, el de comunicar, dar a conocer, concientizar y lograr compromisos como resultado de la consulta popular.
El paradigma democrático sigue evolucionando. Quien mandaba y tenía el poder hasta la democracia que vamos teniendo hoy, era el rey o el monarca, ya ahora ni este gobierna, solo manda; pero incluso lo hace conforme al mandato ciudadano.