En la década de 1960 se difundía, profusamente, el criterio de que la historia había que escribirla por lo menos 50 años después de su ocurrencia, para no lastimar a familiares de los involucrados en los aconteceres, y que publicar biografías requería la aprobación de los descendientes de los reseñados.
Aterrorizaron, en esa cuesta, los asesinatos de tres periodistas: Andrés Requena, Jesús de Galindez y José Almoina, por editar en el extranjero libros denunciativos de la tiranía de Rafael Leónidas Trujillo.
Hoy, el democrático libre de albedrío y las innovaciones tecnológicas han virado el anterior discernimiento, con el predominio del presente histórico y no del tiempo remoto. Se editan libros aún con la sangre corriendo por las cunetas, como la invasión rusa a Ucrania (2022-2024) y el genocidio de Israel en Gaza (2023-2024), en tanto que se certifica que las semblanzas/memorias no autorizadas son más auténticas y contundentes, por la ausencia de censuras y el acomodamiento de las cronologías.
Actualmente retumban con la vivacidad de la inmediatez y el ciclo real que despiertan mayor interés y emocionalidad -en el uso del presente del indicativo- las narrativas lingüísticas y retóricas de hechos históricos, que son aquellos que trascienden a la brevedad de las noticias comunes, o sea, que se transmiten significativamente de generación en generación, como los descubrimientos e invenciones, intervenciones militares, golpes de Estado, genocidios, hambrunas, pandemias, ciclones y terremotos con secuelas destructivas y fatídicas.
El relato a prima face en el tufo de la pólvora, sin aguardar que la nave temporal borre evidencias y extinga a testigos, está siendo ampliamente utilizado para conocer con rapidez parte de la verdad y estimular la profundización e interpretación en la lámina gramatical. La validez del presente histórico se incrusta bajo la lupa de que muchos episodios serán entendidos más adelante, con más exactitud.